viernes, 25 de noviembre de 2011

Lo que siento al escribir

Quiero que la primera entrada en este Blog hable de mi pero sin nombrarme; que me describa sin tener que enumerar adjetivos, y he pensado que la mejor manera de hacerlo es describiendome a mi al describir lo que siento al escribir, pues ahí se hallará mi esencia, y porque fue una de las grandes razones que me hizo abrir este Blog: mi pasión por escribir.

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 [Escrito hace algunos años]

Nunca pensé que algo me pudiese llenar de tal manera. Dicen que en la vida hay momentos felices, y para mi, uno de ellos es cuando escribo. Cuando de pequeña me enseñaron a juntar las letras para formas palabras, eso que llaman escribir, no pensé que le fuera a encontrar el otro matiz a ese verbo. Y es que para mi la palabra escribir tiene un doble significado. Todo o casi todo el mundo sabe escribir, en el significado más simple de la palabra, es decir, crear palabras al juntar sílabas y letras, acentuarlo correctamente, y un largo etcétera. Pero escribir tiene otro matiz que la gente a veces olvida, y aquí viene la parte que no todo el mundo hace o sabe hacer.

Escribir es el arte de traspasar lo que sientes a un papel, y yo he conseguido lograr eso. No digo que lo haga bien o mal, nunca me ha gustado juzgarme a mi misma públicamente, además, eso que más da. El caso es que lo hago, y cuando lo hago soy feliz.

No se pueden imaginar la satisfacción que se siente cuando lees algo que acabas de escribir y ves en el papel reflejado justamente lo que sientes, tal y como lo sientes en ese momento, sin nada añadido ni nada restado. Y cuando vuelves a releerlo pasados los años, recuerdas como pensabas en aquel momento y te das cuenta de como has madurado.

La satisfacción de escribir un relato o una novela, y que al terminar de leerla aparezca una sonrisa en tu cara. El hecho mismo de escribir por escribir para desahogarte, para sentirte mejor, para decirle a alguien lo que sientes tal y como lo sientes, cuando al decir esas mismas palabras habladas se te atragantan. Y mientras escribes, ves como se va desarrollando la historia, y es como si los personajes cobraran vida, ellos mismo deciden lo que hacer, deciden lo que viene a continuación. Al principio te crees dueña de la obra, pero poco a poco, a medida que avanza, te vas dando cuenta de que casi te ha poseído, y ahora es ella la que te conduce a ti, inevitablemente hacia donde ella decida ir. Y tu, ni siquiera tu sabes como terminará, eso lo hace todo más apasionante.

Tu obra, eso que acabas de crear, se convierte en elemento que parece sacado de tu propio vientre, como si de un hijo se tratara. Es un trozo de ti, que te es arrancado y te quita un peso de encima. Lo has engendrado; la semilla de la idea y la inspiración se han posado en la huerta de tu mente y tu al regarla y dejar que pase el tiempo, has logrado que crezca el árbol de la idea final en sí, que con el tiempo se podría convertir en uno fructífero. A veces da muchos frutos, otras veces no se consigue que broten si quiera las ramas, pero el simple hecho de haber experimentado la semilla, vale la pena.

Me he enamorado de algo que sé que jamás me traicionará, de algo que nunca me será infiel, del que nunca podré estar celosa, algo que me llena sin quitarme nada que me hiciera falta, algo que hago total y únicamente porque quiero, porque me apetece. Sé que nada es para siempre, ya me han convencido de ello, pero créanme cuando digo que dudo que alguna vez deje de sentir lo que siento al escribir. Empecé a escribir muy pequeña, desde siempre me gustó y quise experimentar a ver que resultaba de ese experimento. Escribo ahora en mi juventud, y quiero seguir escribiendo siempre. Incluso mis últimos días quiero escribir, dejar constancia de lo que la vida significó para mi mediante la escritura. Agradecer a la gente que apareció en mi vida y que me aportaron al menos una cosa positiva. Despedirme escribiendo, y que lean mis obras las generaciones siguientes de mi familia o amigos, y recuerden lo que fui, al leerlas. Que mi esencia nunca muera, y quede escrita en cada palabra. Que las hojas aun pasados los años huelan a mi.

Solos. El teclado, mis ideas y yo. En una sala llena de cosas que en ese momento desaparecen. Me abstraigo. Somos cómplices. Los tres nos ponemos de acuerdo y nos entendemos sin necesidad de que nadie más lo haga. Llega un momento en el que mi mano ya escribe sola, en el que casi no me puedo detener a pensar y mis dedos teclean sin cesar como si tuvieran vida propia, como si no pudieran parar de hacerlo.

Y es que, paradojicamente, lo que siento al escribir no se puede expresar con palabras.

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